David Meza, uno de los poetas jóvenes de México que más es leído en el extranjero, dice en su poema Canción primera: “Esta mañana he decidido escribir, no poesía, no tratados, no alfileres, no escritorios, no mi vida o una novela, sólo escribir”. Nacido en la ciudad de México durante algún día de algún mes de 1990, la postura de David respecto de los géneros literarios parece tratarse de un común generacional. La poesía, categoría altamente inflamable cuando es aplicada al trabajo de cierto grupo de escritores nacidos durante la década final del siglo pasado, es un producto de gran lujo. La poesía, es decir: la etiqueta de “poesía”, sigue siendo un tesoro que, cada tanto, ante la aparición de la cualquier propuesta en apariencia novedosa, alguien saldrá a defender vistiendo su mejor y más resistente armadura. En el pecho, áureo, impecable, el escudo de “Academia”. Casi siempre.
Esto no es poesía, muchachos, no se dejen engañar. No dejen que los pixeles que configuran las sandeces que leen sobre la pantalla hagan estallar sus neuronas como palomitas de maíz. La barrera del género, y cuando digo esto pienso en los géneros literarios según la clasificación que nos provee el mercado editorial, no es una barrera existente para los escritores que hacen de internet su órbita de lectores. Escritores de mi generación, pues, prosaicos (iba a escribir prozaicos, por “prozac” pero después me pareció un chiste malísimo) por elección o antipoéticos o antiliterarios por convicción. La necesidad de romper con todo, eso que llamamos “la tradición”, es inherente al hecho mismo de la escritura, me parece. No sé si es posible innovar en estos días (o si vale la pena intentarlo) pero creo que sí es posible cosechar un amplio espectro de lectores que consumen alternativas a la literatura en internet sin tener un doctorado en letras o una biblioteca inmensa detrás de los anteojos.
Leemos un poema que lleva incrustada una conversación en whatsapp o leemos un poema que es una conversación en whatsapp. Un poema que comienza con un hipervínculo que nos dirige a un video en YouTube que complemente la experiencia de lectura. No leemos un poema, sino que le ponemos “play” para verlo o escucharlo. La poesía que se haga en estos días se nutrirá de variados elementos que satisfagan al lector. Al lector que bien puede ser un lector-lector o alguien que sólo lee lo que aparece en su feed. Hay algo de poesía en todo esto, quizás, de vez en cuando. Se sigue llamando poesía, al menos. A pesar la descalificación, estos productos se siguen produciendo como “poesía”. La concepción de la obra no parece estar atada a un manual de instrucciones para ser considerado miembro o forastero del género, sino a una libertad de creación que trascienda los límites impuestos. Vuelvo a Meza: “He descubierto, que quizá, incluso, la poesía es”. La poesía se reconfigura, a veces, y se manifiesta de formas cada vez más amplias. Y así, poesía como se le siga llamando, es ya dueña de un territorio inabarcable. Por eso el ímpetu por delimitarla, quizás. Para que no se nos vaya de las manos. La última palabra es siempre del lector: el lector de poesía reconocerá una obra literaria de otra no literaria, según tenga conocimiento de ello. Así como también hallará poesía, si es lo suficientemente perspicaz, donde le han dicho que no existe. Que no es. O tal vez nada de esto ocurra. La poesía nos seguirá abriendo los ojos, demostrando que las categorías le son ajenas, que el tiempo le hace los mandados. Que tanta confusión nos siga quitando el sueño. Que tanta incertidumbre sea el comienzo de la siguiente estación del ciclo donde la poesía es la única constante verdadera. Que más poetas se descubran a sí mismos bajo la sombra de las pantallas. Que se descubran poetas y no escriban más poesía, sino lo siguiente: aquello que tanto nos equivocamos al intentar nombrar.